Miguel Ángel, el mentsh

Miguel Ángel, el mentsch

DALIA PERKULIS/ ANIMAL POLÍTICO
19 octubre, 2011
A Shulamit Goldsmit.
Por mera coincidencia, que no por méritos profesionales, me tocó convivir varias veces con Miguel Ángel Granados Chapa. En concreto, por su señora Shulamit Goldsmit, que está sentada en shive, es decir, está en su casa recibiendo el pésame durante toda esta semana, como es la costumbre judía, por petición del maestro Granados Chapa.
Y es que Miguel Ángel, seguramente por influencia de quien fuera su mujer los últimos 17 años, admiraba al pueblo judío, al menos algo así manifestó cuando recibió el Premio Jerusalem 2006 que otorga cada año la Federación Sionista de México a figuras que reconocen y refuerzan la presencia de la comunidad judía en México.
El objetivo del shive, el ritual de duelo, es hacer pausa del trajín cotidiano para dedicar unos días a la asimilación de la muerte y rezar por el muerto. En la shive de Miguel Ángel es el puro proceso de asimilación. Prensa afuera, obvio, la gente viene y comparte con Shulamit anécdotas de Miguel Ángel que destacan su don de gente. El común denominador de todas estas memorias es que el caballero era un mentsh (“caballero” precisamente, o “tipazo” en yiddish).
Yo hago lo propio. La fecha es el jueves 12 de mayo del 2011. Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes. El motivo: la ceremonia de admisión del maestro Vicente Leñero a la Academia de la Lengua. Por una acertadísima puntada del destino, yo le había mencionado a Shulamit que era admiradora de Vicente Leñero, así que se le ocurrió invitarme a esa ceremonia, donde Miguel Ángel, silla XXIX de la Acedemia de la Lengua, daría la bienvenida al maestro Leñero en una sesión extraordinaria abierta al público.
Miguel Ángel dio un discurso lúcido, como de costumbre, donde primero homenajeó con lujo de detalles biográficos y emotivos al escritor y dramaturgo Víctor Hugo Rascón Banda, quien por su muerte dejaba la silla que ahora ocuparía Leñero. En la segunda parte del discurso homenajeó la trayectoria del festejado, de igual manera, con abundantes referencias puntuales y emotivas.
Al término de la ceremonia la gente se dispersó y Miguel Ángel fue discretamente a sentarse en una silla de las dispuestas para el público. Había presidido la ceremonia en un estrado sobre una especie de escenario de frente al público, rodeado de los miembros de la Academia de la Lengua en medio círculo atrás. Para entonces Miguel Ángel ya estaba bastante enfermo y se le veía cansado, pero renuente a admitirlo. Descansaba y la gente se le acercaba a pedir autógrafos, como siempre.
Me senté a platicar con él y me dijo:
- Shulamit me contó que eres admiradora de Leñero, vamos a que te lo presente (Leñero al otro extremo).
Me sentí como si el Papa (nada más lejano a las aspiraciones de Granados Chapa) me ofreciera pararse a presentarme a alguien.
- ¡No! -exclamé-. Yo me presento sola, te consta que no soy nada penosa. No es necesario.
No hubo forma de disuadirlo y, junto con “su inseparable Shulamit”, como dijera el Reforma en primera plana al día siguiente de su fallecimiento, me condujo hasta Leñero y me lo presentó. Me sentí abrumada. Me fui pronto. Lo único que acerté a decirle a manera de agradecimiento fue que si yo hubiera conocido primero al maestro Leñero y éste me hubiese presentado a Granados Chapa, yo me hubiera rayado igual, pero las cosas se dieron al revés.
Un día cuestioné a Shulamit: “cuéntame, con qué celebridades conviven, con qué figurota han estado” y ella me respondió: “mira Dalia, más bien la celebridad es Miguel Ángel”. Toing.
Esa noche en Bellas Artes también estaba Julio Scherer y le comenté que me encantaría retratarlos juntos a él, a Granados Chapa y a Leñero para recrear la portada de Los periodistas, ese libro de culto para los de mi gremio, a lo que respondió con corrección política (y con una marcada deferencia a Granados Chapa) que no sería posible. Aliados en su salida del Excélsior, muy pronto Granados Chapa y Scherer tomarían rumbos distintos.
El año pasado Miguel Ángel me dio una carta de recomendación para aplicar a un Diplomado en Creación Literaria del INBA. Eran requisito cartas de recomendación de autores publicados. Primero llamé a Shulamit a solicitar autorización para pedirle la carta a Miguel Ángel y ya con su venia se la pedí a él. Le marqué por teléfono y le ofrecí llevarle a domicilio textos míos impresos o enviárselos por mail para para que evaluara si estaba dispuesto a recomendarme o no. Me respondió que mi entusiasmo por aprender a escribir le bastaba para hacerlo. Toing.
Para ese Diplomado me rechazaron la primera vez y me admitieron a la segunda. Mi marido, estupefacto, intentó consolarme la primera: “Te rechazaron por una de dos: 1) No saben quién es Miguel Ángel Granados Chapa, o 2) Sí saben quién es”. Se lo conté a Miguel Ángel tal cual. Dijo que lamentaba mucho si me habían rechazado por lo segundo y me recomendó averiguar el motivo, que él en mi lugar no se quedaría con la duda y no estaba de más solicitar una aclaración, siempre.
Más adelante me aceptaron y deserté de ese Diplomado, por cierto, así que le debo a Miguel Ángel y a mí, sobre todo, honrar esa recomendación mínimo, bajita la mano, escribiendo de manera decorosa.
Este encuentro con Miguel Ángel en que lamentó que me rechazaran fue el 13 de octubre de 2010, justo un año antes de la noche que se sentó a escribir su última colaboración para el Reforma, en donde valientemente se despidió de sus lectores, de la vida. Estábamos en el Museo Tecnológico festejando a uno de los 10 homenajeados con el Premio Mentes 2010 que otorgan la revista Quo y Discovery Channel: el hijo de Shulamit.
De ahí fuimos a cenar, la gente volteaba a ver a Granados Chapa, como solía ser y, también como de costumbre, pagó la cuenta. No se dejaba invitar a comer por nadie para no comprometer su objetividad ni su credibilidad. Cuenta Shulamit que con frecuencia los meseros les notificaban que su cuenta ya había sido pagada por alguien de otra mesa, e invariablemente Granados Chapa rechazaba la invitación. “Dígales que no, gracias”.
Una vez, su hija Rosario lo balconeó. Dijo que no era objetivo, porque según él Hidalgo, su estado natal, era el sitio más bonito del mundo.
Otra ocasión viajamos en el mismo vuelo. Yo iba con un retoño chiquito, otro en carreola y una bolsa improvisada con las cosas que tuve que sacar de mis maletas al documentarlas para que no me cobraran sobrepeso. Presto y caballeroso, como de costumbre, Miguel Ángel se ofreció a ayudarme. Le cedí la carreola y le indiqué que había que dejarla afuerita del avión, junto a los periódicos, donde la irían a recoger. “¿Si has visto un periódico?” le pregunté de jocosa y para mi beneplácito le hizo tanta gracia que se lo comentó a Shulamit: “dice Dalia que si he visto un periodico”. Y yo orgullosísima de mi puntada.
Miguel Ángel no comía chocolate. En una comida que coincidimos él se paró a servirse del buffet de postres antes que yo. Cuando regresó le dije que sólo permití que se me adelantara porque no me ganaría el chocolate. Con un ademán de invitarme a pasar a la mesa de postres, me dijo: “adelante, Dalia, todo el chocolate está disponible para ti”.
Deja inconcluso un libro sobre Manuel Buendía que estaba escribiendo, con lujo de perfeccionismo, según Shulamit. De igual manera, deja inconclusa una tesis de Doctorado que, asevera Shulamit, está más que lista, pero al parecer de Miguel Ángel quedaban datos por corroborar.
Cuenta que hace poco los comensales se pararon a apludirle a Miguel Ángel al salir de un restaurante. Uno de sus acompañantes le preguntó qué se sentía y respondió: “una enorme responsabilidad”.
Antes de conocerlo, Granados Chapa era para mí esa figura intimidante del periodista informado, crítico e influyente que todos los estudiantes de periodismo aspirábamos a ser. Mientras yo iniciaba la carrera de periodismo en el 94, Granados Chapa vendía periódicos en las esquinas porque la unión de voceadores se rehusaba a distribuir el entonces recién nacido diario Reforma, supuestamente porque publicaría ininterrumpidamente los 365 días del año, sin respetar los días oficiales de descanso.
No era el primer boicot que viviera Granados Chapa en un periódico, él ya había salido del Excélsior en 1976 junto con Vicente Leñero y Julio Scherer, expulsado por un certero golpe del gobierno. Mucho menos sería la última vez que se vería amenazada su libertad de expresión. Hizo muchos enemigos. Y muchos amigos.
De este vergonzoso pasaje de censura, el golpe a Excélsior, da cuenta la novela (periodística) Los Periodistas, del maestro Vicente Leñero, que era obligatoria en primer semestre de la carrera, más como un un ritual de iniciación que como tarea explícita. En la portada, esa que quise recrear sin éxito, Vicente Leñero, Granados Chapa y Scherer caminan en la calle en el mero momento (suponemos) que salieron del Excélsior para siempre.
En el 94 que Granados Chapa era un disidente en traje de voceador, para mí era un ídolo inalcanzable.
Mi sorpresa al conocerlo fue su sencillez y su nulo protagonismo. Era mucho más receptivo que protagónico. Se mantenía atento, ávido de escuchar y de conocer. Supongo que mientras a mí se me caían los chones y medía mis palabras para no ser ridícula, pero tampoco pretenciosa, él registraba. Pero lo hacía sin arrogancia, era su estado natural.
Mi mayor asombro fue que terminé admirando más su calidad como persona, que como periodista, que ya es mucho decir. Fue un mentsh, un término que sólo se ganan o se deberían ganar muy pocos, unos contadísimos.
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